El culto a la mediocridad
"En
el país de los ciegos el tuerto es el rey", Erasmo de Rotterdam
Supongo que ocurrirá
en muchos ambientes, pero mi mundo es muy pequeño y se reduce a la medicina. A
los pasillos de los hospitales, a los congresos, a la educación de postgrado. A
través de los años he conocido a cientos de jóvenes entusiastas y apasionados
que ponen su esfuerzo al servicio de la superación profesional. Llegan a las
aulas mal dormidos, agotados, con la ropa arrugada e intoxicados de café. Hacen
sus residencias con regímenes de trabajo que muchas veces se acercan a la
esclavitud. Antes de que la clase comience envían mensajes a sus familias,
preguntan si sus hijos comieron, si se bañaron, si hicieron los deberes de la
escuela. Pagan matrículas que exceden sus posibilidades sacrificando el cine,
una cena con su pareja o un regalo para los chicos. Se quedan dormidos en todas
partes: en el tren, en el baño. Quieren
aprender, estudian, asisten durante largos años al hospital sin cobrar un
sueldo, hacen guardias y guardias y más guardias para sobrevivir sin permitir
que sus mejores sueños claudiquen.
"Antes
de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la
alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se
metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada". Julio Cortázar
Pero también hay otra
gente. Son seres sombríos e irrelevantes. Cultivan el secreto, el murmullo y la
penumbra. Tienen un poder minúsculo -sin méritos ni calificaciones- al
que se aferran como animales aterrorizados. Temen perder lo que nunca han
tenido. Están muertos de miedo. Son unos pobres tipos.
Conocen el esfuerzo y
los logros de los demás, pero jamás los mencionan. Nunca estimulan el
crecimiento ni reconocen el esfuerzo ajeno. Dicen que enseñan, pero esconden lo
que saben. Imponen fronteras imaginarias. Cultivan la diferencia y la
distancia. Un maestro desea ser superado por su discípulo, pero a ellos eso los
llena de terror. Necesitan que lo que los separa de los que vienen atrás sea un
muro infranqueable. Construyen obstáculos en lugar de derribarlos.
En las pocas
ocasiones en las que aparece una oportunidad: una beca, un cargo, un espacio
para crecer, lo guardan celosamente. Eligen a quien pueden controlar sin que
los amenace. Recompensan a sus vasallos, a los pusilánimes. Quieren
subordinados, no discípulos. Son burócratas del conocimiento. Les abren la
puerta de sus propias cuevas porque saben que, con ellos, no tienen nada que
temer. Desalientan a los que se esfuerzan, a los que se capacitan a costa de
sus propias vidas personales. No premian el mérito sino la sumisión.
Tejen una trama de
silencio que los envuelve y los protege. Los demás no pueden vislumbrar el
futuro. Se asfixian. Sienten que todo será siempre tal como es ahora. Que nada
cambiará. Que lo que creían que valía la pena es un camino sin destino. Giran
enloquecidos alrededor del mismo lugar. Algunos se rebelan y se van. Dan un
portazo y salen al mundo. A veces tienen suerte y el horizonte se les dibuja
delante de los ojos. Entonces crecen, reciben el reconocimiento que creían
imposible. Encuentran el aire que les faltaba y el espacio que se les negaba.
La medicina es un
monstruo. Se multiplica y se transforma a una velocidad que da vértigo. Es un
caballo salvaje al que te has montado alguna vez con la insensatez de la
adolescencia y del que ya no te podrás bajar. Pero los tipos te aprietan el
freno contra los dientes hasta hacerte sangrar la boca. Necesitas el espacio
que te niegan. Quieres ser mejor, pero eso es precisamente lo que ellos se
encargan de impedir. Te quieren manso, domado y obediente. Los encandila tu
propio brillo. Entonces cierran los ojos y las puertas. Como en la “Casa
tomada” de Julio Cortázar clausuran habitaciones vacías. Primero una, después
otra, y otra más. Hasta que un día ya no hay lugar para vos.
Cortarte el
entusiasmo es cortarte las alas. Asesinar la esperanza es un crimen
imperdonable. Los jóvenes que llegan a la medicina saben que les espera un
camino arduo y están dispuestos a transitarlo por pura prepotencia de trabajo.
Los encienden el desafío y la dificultad. Esperan que se los acompañe y se los
aliente. Pero a menudo se encuentran con una manada de mediocres que les hacen
pagar un precio carísimo por su pasión atrevida. Se paran sobre los hombros de
los demás para encontrar una altura que nunca tendrán. Creen en sus propias
mentiras. Tiemblan delante del espejo.
A veces esos tipos me
dan lástima. Pero eso me dura poco, muy poco. Cuando veo el modo en que los que
vienen detrás van perdiendo las ganas. El desaliento ganándoles los ojos. Sus
brazos cayendo derrotados. Entonces, me asalta un deseo incontenible de
cagarlos a patadas.
Y la vida sigue;
cuantos de cada existen y conviven tan cerca. Son una desgracia en sí, y para
sus pacientes.
OFTALMÓLOGO ESTEPONA
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